Monday, June 25, 2007

ALL IS WHITE IN THE BLACK BLOG





When she sings
Heaven is on the earth
Heaven is in my ears

Sunday, June 10, 2007

En el metro...

Que la vida es dura es algo que todos nosotros sabemos. Decirlo suena mal incluso, suena a queja y a falta de agallas. Lo cual es bastante congruente viniendo de mi persona. Todos sabemos lo difícil que puede ser esto de padecer la vida, de vivir la vida o de sobrellevarla. La cosa que el humor de cada uno esté dispuesto a conceder. En mi caso es algo que sé desde hace muchos años, cuando mi cuerpo aún era joven y ocasionalmente daba cobijo a las ilusiones. Poco a poco la conciencia de la dureza de la vida se me fue transformando en la certeza de que la vida no era en realidad dura, sino esencialmente perversa. Este fue un “descubrimiento” que inicialmente me indignó en lo más profundo, pero como todo mundo también sabe, a todo se acostumbra uno. No obstante, aún hay momentos especiales en donde las cosas pasan frente a mis ojos como si fuese la primera vez que presto atención a las dimensiones de su existencia. Creo que algunas personas piensan que esta situación es algo de lo cual debo sentirme afortunado. Quizá tengan razón. Quizá soy afortunado por poder ver con ojos de idiota el rostro ajado de la existencia y dirigirle una mirada majadera, una mirada casi morbosa. Sucede casi siempre por las noches, cuando la mayor parte de esta ciudad de esclavos se prepara para ir a la cama. El metro es el lugar favorito para estos encuentros, sucursal de la dimensión re-conocida en donde esa vieja desastrada, cruel y cínica, tiende hacia mí su mano leprosa hasta casi tocarme la nariz y extiende su dedo para mostrarme la selecta colección de miserias que ha preparado para mi deleite. Quizá alguno de ustedes entienda de lo que hablo o quizá sea que simplemente soy otro tipo amargado y nada ilusionado con la perspectiva de llegar a casa. Tal vez sea el cansancio, el aburrimiento, la falta total de aliento. O quizá sea la hora, el calor o el vagón sucio y apestoso del metro; los rostros de la gente, tan cansados y destrozados como el mío. Algo tiene que ver la hora, eso es seguro; los seres del inframundo, los malditos de todas las bocas, arremeten desde las sombras. Es algo muy triste y desalentador, pero ahora que lo pienso creo que también es muy bueno y muy justo. Si, es algo bueno. Es bueno que los apestados, los negados, los feos, los despreciados y todos los indeseables del la vie en rose emerjan de sus madrigueras y salgan a romper la frágil farsa de los enajenados. Yo soy un enajenado y por lo tanto, soy la presa perfecta para estos infames. Cada uno de ellos es un diente afilado que se clava en mi carne fofa y alienada. ¡Ah, las fauces silenciosas de la noche! ¡Su sonrisa gélida y su mirada de verdugo! Por más que intente postergar el encuentro con la miseria, tan serena a mis ojos la suya como ominosa la mía, ella siempre se hace presente. Allí, donde mis ojos se vuelven, surgen omnipresentes e inexorables los rostros siniestros del desamparo. Viajan conmigo la vieja indigente, el niño intoxicado, la puta que inicia su jornada, un gordo ofensivo a la vista y oloroso a caguama, la secretaria y el maestro satisfechos por la estabilidad de sus trabajos. Viaja frente a mí la drag queen, tan orgullosa y tan sola, tan observada de reojo por todos, excepto por los niños y los imbéciles que no conocen de delicadezas y discreciones. Todos viajan junto a mí, frente a mí, adentro de mí. Soy vomitado de nuevo a la calle y camino por aceras olorosas a grasa, mierda de perro y orines diversos: una colonia como cualquiera otra (quizá con un par de odiosas excepciones). Llego a casa sin ganas de pensar en nada, mucho menos en mis problemas. Obvio, son ellos los primeros que me vienen a la cabeza. Intento alejar mi mente del trabajo y de los parámetros del éxito y del fracaso. Fracaso. Mis pensamientos están atrapados en el agujero negro de la rutina. Paso revista mental a mi guardarropa y elijo el atuendo que he de portar por la mañana, la distante y nada deseada mañana. Pienso en lo terrible y sensata que es la desesperanza y trato de convencerme de ello. Aborrezco a todos aquellos que fundamentan su vida en una esperanza: me chocan sus rostros llenos de algo tan parecido a la fe y me asquea reconocer en mis entrañas la agitación de ese rencor que crece en proporción directa a la imposibilidad de obtener aquello que con más ardor se desea. Alcanzo la madrugada pensando en el porvenir, en mi falta de valor o de carácter, o de lo que sea que se necesite para mandar al diablo la autocompasión y los lamentos e intentar hacer algo que otorgue sentido a lo que uno hace, o de plano saltar desde la azotea y acabar de una vez por todas con este estado de insatisfacción permanente. Estos son mis pensamientos de todas las noches, mis compañeros fieles que estiran los minutos para que nuestra velada sea más larga. Es mala la noche y es peor el mañana. En las tinieblas el vacío alcanza dimensiones monstruosas. Me declaro incapaz de hacer algo por contener su asombrosa expansión, cualquier cosa es inútil. Prendo la televisión para ahuyentar al diablo. Soy todo dudas, miedos, intuiciones, tristeza, recuerdos y autorreproche. Monto mi show privado, mi carpa en donde soy todos los payasos. Soy el tremendo juez de mi tremenda corte. Soy el acusado que ha sido condenado antes de pasar al banquillo. Soy el fiscal de hierro y el defensor que sabe perdido el caso sin necesidad de consultar el expediente. Soy el ojo que vigila, el dedo que señala y el brazo que me arroja a la mazmorra. Soy la voz que pide a gritos la pena máxima, mientras se oculta detrás de alguien. Soy la carcajada que empuja las paredes del infierno hasta hacerlo infinito. Así transcurre la noche. Cuando el horizonte comienza a palidecer, los monstruos de la ciudad y del alma se ocultan para preparar la embestida de la noche siguiente. El sueño acude a mí y yo me siento aliviado. Suena entonces el despertador y sé bien que no tengo otra opción: debo abandonar el lecho para ir de nuevo al trabajo.