Thursday, July 12, 2007

MARTHA

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Para Bender.
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–Preparé café – le dije a Martha, mientras ella se secaba el cabello sentada a la orilla de la cama.

–También hice huevos… yo... te voy a servir el café en lo que terminas de arreglarte.

–¡Martha! – insistí, pero ella no me contestó nada y se metió al baño con la toalla enredada en la cabeza y oliendo a aceite de almendras. Me quedé parado junto a la puerta, enfrentando tremendo conflicto entre el deseo de cogérmela mientras se cepillaba la boca, o meterle un par de bofetones y morderle una teta antes de decirle que se largara de mi casa. Soy una persona paciente (pasiva, más bien), pero todo tiene sus límites. Pero Martha me gustaba bastante y eso me flexibilizaba un poco. Ambas opciones me parecían igual de malas y permanecí viendo las huellas húmedas de sus sandalias mientras me lamentaba por tener un hocico tan ligero y por buscarme compañeras tan estúpidamente dignas y atractivas; todo indicaba que de nuevo la había cagado. Me pregunté cómo carajo hacía Fernando para soportar semejante colección de consignas rescatadas de alguna librería de viejo. Supuse que todo se trataba de ser medio bobalicón, hacerse pocas preguntas y mostrase permanentemente agradecido el tiempo que se estuviese al lado de la chica en cuestión. Me molestó recordar que durante algún tiempo yo había sido alguien muy parecido a Fernando, pero me las arreglé para convencerme de que eso había quedado atrás. También pensé que estaba siendo un poco duro con aquél chico y en la manera en que según decía la gente, yo había traicionado su amistad ligándome a Martha. La gente dice siempre estupideces basadas en los fragmentos de la realidad que más le gusta resaltar. Quizá sea mala fe. No creo que sea tan difícil distinguir entre una buena relación de trabajo y una verdadera amistad. No lo es para mí al menos, si bien es cierto que mis nociones de este o cualquier otro tema son primordialmente intuitivas. En fin, terminé contemplando la posibilidad de que ambos fuesemos variantes ejemplares de la estupidez; no estuve dispuesto a mayores concesiones. Vi su ropa sobre la cama y escuché el ruido del agua corriendo por el desagüe. Supuse que Martha estaría por salir del baño. Caminé hacia la cocina. Una de las cosas más obvias y por lo mismo, más entrañables de una relación, es el aprender las pequeñas rutinas del otro; es agradable tener el poder de anticipar lo que la otra persona está a punto de hacer. También es una de las cosas más difíciles de perder. Es tan extraño, invasivo y encantador al mismo tiempo, integrar en el tedio diario la monotonía de alguien diferente a uno mismo, que cuando esa persona no está más, uno sigue repasando mentalmente las acciones memorizadas para cierto lugar o momento. Pero ya no hay nadie y en este sentido, la traza estéril de la rutina ajena es como eyacular en el vacío. No se si uno pueda derramarse en el vacío, pero es lo que se me ocurre para describir ese sentimiento. Martha se vestía en la habitación y supuse lo que venía. Lo supuse porque no era la primera vez que pasaba y también porque las veces anteriores habían sido diferentes. Traté de convencerme de que no era mi culpa y de lo profundamente jodido que era darle tanta importancia a una actividad que de cualquier modo a nadie le importaba. Me serví un poco de café y prendí el radio para aparentar que todo estaba en calma. Sentía la cabeza muy pesada y tenía ganas de dormir profundamente, pero no quería cerrar los ojos. Me dejé caer en el sillón mientras escuchaba la voz gangosa del conductor del noticiero. No soportaba al tipo, pero tampoco tenía fuerzas para levantarme y cambiar de estación. El pelmazo repetía las mismas noticias de todos los días, vomitaba sus prejuicios (en parte míos) como todos los días y elogiaba la misma mierda de todos los días. Me pareció escuchar que Martha lloraba en el cuarto y sonreí pensando en lo desesperado que debía de estar para escuchar algo tan improbable. Ambos detestábamos las escenitas de lágrimas, disculpas y abrazos. Aún así me sentí tentado de entrar al cuarto. Permanecí en el sillón y traté de poner fino el oído antes de hacer cualquier cosa. No escuché nada aparte del radio. El sujeto anunciaba un nuevo ajuste de cuentas entre sicarios. Las mismas noticias de todos los días. De pronto el tipo se exaltó y con su asqueroso tono indignado anunció que entre los ejecutados se hallaba una niña de diecinueve años. El tipo se rasgaba las vestiduras diciendo que ni siquiera las mujeres estaban a salvo del cáncer del crimen organizado. Sonreí y sentí unas ganas enormes de gritar –¡Oye Martha, aquí hay un tipo que necesita que le platiques sobre equidad de género!-. Pero me quedé callado, no por prudencia, sino porque en ese momento ella salió de la habitación y atravesó la sala. Lucía bellísima e inquietantemente triste. Noté que tenía los ojos rojos y que aún así, estos eran extremadamente hermosos. Algo parecido a la ternura me erizó la piel, pero fue sólo un momento; su gesto duro lo disipó de golpe. Se me quedó viendo y pensé iba a decirme algo. Quizá ella pensó lo mismo, pero ambos permanecimos callados. La radio seguía sonando. Ella metió la mano a su bolso, sacó las llaves y las dejó sobre la mesa de centro. Cerré los ojos y ella cerró la puerta mientras el locutor seguía chillando.
La boca me sabía amarga.