Friday, December 08, 2006

AUTOENGAÑO

Miedo, no existes;
confusión infame.
Manos, ¡no tiemblen!
Ojos, ¡no se desvíen!
Labios, ¡no duden!
Esto no es esto:
no es real lo que siento.

Friday, December 01, 2006

DOS ÁSPIDES

Todo surgió como consecuencia del comentario de Lola sobre la eterna oscilación entre el amor y el odio que mantienen su hermana y el compañero de esta. Para un ente lleno de certezas endebles como Lola, la indecisión de su parentela le resulta chocante; una confirmación de la estupidez con la cual la gente conduce sus vidas, al menos en el plano sentimental. Yo he tratado de defender ante ella, el punto de vista de que actuar irracionalmente no es lo mismo que actuar estúpidamente; desafortunadamente no soy un gran polemista. Además, como la mayoría de mis amigos (y como yo mismo en muchísimas ocasiones) Lola juzga la vida a partir de un razonamiento binario: 1-0, no más. Evidentemente, esto no deja mucho espacio para la discusión. Cuestión de afinidades, supongo, aunque sea en las limitaciones del pensamiento. El punto es, que a mí no me resulta tan incomprensible el caso de la hermana de Lola. Creo que el amor apache es algo tan añejo como el hombre (quizá anterior a él) y tiene su irracional encanto. Su estética, para ser más intersubjetivistas. Claro que entiendo el malestar que genera testificar y verse envuelto en relaciones donde las riñas son infinitamente mayores que sus gestos amorosos. Entiendo que Lola está harta de tener que escuchar las quejas y diatribas de ambos y de ser tomada por juez una y otra y otra vez. Como todo mundo, aún mi calculadora amiga es víctima de sus afectos y pasiones; aquí se trata del gran cariño que siente por su hermana y cuñado. No obstante, creo que su molestia es síntoma de algo aún más importante y que se manifestó en un comentario aparentemente preventivo, en circunstancias que no pienso abundar. En aquella ocasión, Lola me declaró orgullosa (con ese orgullo que lo desborda a uno cuando piensa que hay algo que lo hace especial) que sería incapaz de cursilerias tales como llamar a su pareja mi vida o mi cielo. Pues bien, creo que ese algo (que es el corazón del malestar de mi amiga y el corazón de muchos de los malestares de nuestro tiempo) puede ser identificado con una especie de orgullo hueco. Es dicho orgullo, el que nos lleva a renegar de una verdad accesible a cualquiera y por experiencia directa: cuando uno ama, identifica a ese amor con la vida misma. Una experiencia que sólo suele ser reconocida por aquellos que hoy día son considerados apestados sociales, por lo menos en ciertos círculos sectarios. Creo como Lola, que hay una buena dosis de cursilería en llamar mi vida a alguien, sobre todo cuando esto se hace a todo pulmón, como para anunciarle al mundo lo extraordinariamente feliz que se siente uno con su pareja. Pero creo también que quien dice cielo, amor mío o algún otro rótulo afectivo, intenta comunicar un hecho demasiado grande como para guardarlo dentro. Quien dice mi vida, no sólo brinda una caricia verbal y ondea un estandarte; también otorga en esas dos palabras una potestad al ser amado: la potestad que implica justificar la existencia de alguien. Quizá por ello hay quienes lo anuncian con altavoces, en un lugar público de preferencia; por que anunciarle públicamente al ser amando su condición de soberano de nuestras vidas, implica también imponerle la responsabilidad de salvaguardar dicha soberanía. Digamos que es, de algún modo, un acto de conservación. Y salvo los deprimidos y los desesperados, a nadie más le resulta grata la idea de perder la vida. Nuestra generación, y cuando digo nuestra generación me refiero esencialmente a los nacidos y criados en las grandes urbes de finales de los 70’s y principios de los 80’s, es especialmente altiva hacia estos aspectos fundamentales de la vida. Al decir esto no me refiero a los datos arrojados por una encuesta sobre actitudes de los adultos treintañeros y veinteañeros tardíos, más bien me refiero a una idea o mejor dicho un sentimiento o pose, que ha caracterizado a nuestra generación y por lo que será recordada en algunos años, cuando seamos los cincuentones nostálgicos y suficientemente sencillos (si bien nos va) para reconocerlo: la estupidez de creernos con una inteligencia distinta y mayor a la que poseyeron las generaciones de nuestros padres y abuelos. En realidad, creo que es la pretensión de ser los más inteligentes de la historia, por lo menos en una cantidad considerable de casos. Me parece que esta altanería, no se explica por la mera brecha generacional; en realidad, creo que es producto de una coyuntura histórica que no trataré en este punto: el mentado y trillado fin de la historia de Fukuyama. Una chanza que es al mismo tiempo una invitación a la arrogancia y una imposibilidad para aspirar a la grandeza, definida esta según las filias de cada uno. Desde mi punto de vista, la arrogancia de nuestra generación es hija de dicha broma y también la causa que nos impide comprender los elementos fundamentales del ethos humano. Posiblemente me equivoque, víctima de mis fobias; aún así, no dejo de encontrar ejemplos que mantienen viva esta idea.

Vuelvo al punto de origen. Lola no es la primera, ni la última en lamentarse de la situación que testifica. En realidad, el caso de Lola era sólo un pretexto para dejarles este sonetito de Lope de Vega, en donde el maestro sugiere una solución a los divinos tormentos del amor apache. Va pues:

________SONETO 57

Silvio en el monte vio con lazo estrecho
un nudo de dos áspides asidas,
que, así enlazadas, a furor movidas,
se mordían las bocas, cuello y pecho.

"Así –dijo el pastor-, que están sospecho,
en el casado yugo aborrecidas
dos enlazadas diferentes vidas,
rotas las paces, el amor deshecho."

Por dividir los intrincados lazos,
hasta la muerte de descanso ajenos,
alzó el cayado, y prosiguió diciendo:

"Siendo enemigos, ¿para qué en los brazos?
¿Para qué os regaláis y os dáis venenos?
Dulce morir, por no vivir muriendo."