Tuesday, February 20, 2007

David A.

Ciudad de México, 1995.

Acostado sobre las limpias sábanas de su cama matrimonial, David A., abogado soltero de casi 40 años, medita acerca del paso del tiempo y sobre lo viejo que se pone su cuerpo, antes joven y atlético. Haciendo que la mano adopte funciones que le corresponden al ojo, lee en sus formas el registro de días consumidos sin la mayor relevancia. Lector perezoso, pero pensador minucioso aunque de alcances limitados, razona acerca de lo arbitrarios que son los tiempos que suelen asociarse a las distintas etapas de la vida, de lo difícil que es escapar de la lógica ligada a ellos, aún siendo conciente de ella; cavila sobre la imposibilidad de percibir en toda su magnitud el devenir de las cosas en el momento en que estas suceden (aún para aquél que cree que pensar en el tiempo es aprehenderlo) y sobre la impotencia que genera la pérdida de más de la mitad de una vida promedio sin haber logrado cubrir las expectativas ligadas a las no menos arbitrarias etapas de la edad adulta. Mientras da una prolongada fumada a su cigarro, David piensa que el tiempo transcurre ligero y triste como la delgada columna de humo que escapa de su boca. Se le ocurre que la sensación del humo al pasar pos sus fosas nasales constituye evidencia sólida para probar el carácter no imaginativo de un cigarrillo que se consume inevitablemente entre sus dedos y que así también, los recuerdos son elementos a favor de la veracidad del transito del hombre por este mundo. Ejemplo del pensamiento analógico, llega a la conclusión de que así como el humo de su tabaco en el aire, igual se desvanecen los recuerdos hasta perderse por completo conforme se amontonan los instantes ya idos. David A. no entiende de abstracciones matemáticas que intentan dar cuenta de cómo transcurre el universo. No se trata de ningún modo de algún impedimento orgánico que merme la potencia de su intelecto, es sólo que nuestro individuo carece del menor interés en semejantes formalidades del pensamiento. La filosofía tampoco ha atraído jamás su atención y por ello el apellido Heidegger y sus elucubraciones de la alta escuela de la filosofía alemana le resultan completamente ajenas. No obstante, David sabe que es real el tiempo y real la marca que deja sobre el mundo y para ello no es necesaria ninguna ecuación que le muestre algo que resulta tan evidente, sobre todo en ese momento. Tal vez sea la melancolía de la hora, un domingo por la tarde con un sol moribundo y rojo sobre el horizonte, tal vez sea la angustia de estar encadenado a un trabajo aburrido y servil como asistente de juzgado, la cosa es que para David A. la vida transcurre como un recordatorio constante de su carácter efímero e irrecuperable. La espalda le duele después de pasar todo el día acostado, sin ánimo para salir a la calle a buscar algo para comer o para matar el domingo de otra manera que no sea dormitando y rumiando sus vagas tristezas y frustraciones. Se siente vacío, desconsolado, con ganas de llorar sin tener un motivo específico al cual atribuir semejante invitación al llanto y sin la suficiente fortaleza para dejarse llevar por el momento y mantener al mismo tiempo la cordura o quizá la vida misma. De vez en vez la idea del suicidio le revolotea como una mariposa nocturna por la cabeza. Lo asusta, le da asco y lo fascina. No es la primera vez que lo piensa y cada vez que regresa lo hace con mayor fuerza y lo seduce con su canto. Una .45 guardada en un cajón bajo la cama es una tentación permanente para un individuo que siente que el rótulo que mejor define su vida es la palabra fracaso. Pese a ello, nuestro sujeto siempre se arredra ante semejante decisión y vacila por largos minutos hasta desechar la tétrica idea; creo que es bastante probable que jamás ceda a ella. David A. es un hombre atado a la monotonía y a la inercia, y gracias a ello se mantiene vivo. Está lo suficientemente anclado a este mundo, gris e insufrible según lo ha descrito en más de una oportunidad, como para tomar una determinación que necesita del coraje de salir corriendo del hoyo donde pretende ocultarse del miedo y abalanzarse sobre sus fauces. Por eso la .45 permanece en su sarcófago de cartón, junto con otras tantas cosas pequeñas pero significativas, que aumentan la angustia de David cada que vuelve sus ojos sobre ellas. Al morir la tarde, David A. cierra los ojos y arroja el cigarro al suelo de su minúsculo departamento rentado. El pitillo se extingue dejando una pequeña marca de tedio sobre el linóleo manchado.