
Existen sitios horrendos, cuyo sólo recuerdo es capaz de traer consigo la más sincera aversión de aquél que tiene la imprudencia de evocarlos. Sitios que deberían de desaparecer de la faz de esta tierra, junto con la memoria que uno guarda de ellos. Para mí puede ser ese parquecito, cerca de Gral. Anaya, en donde la vi llorar en uno de esos ratos en donde la hijoputería sale a flote y me desnuda en toda mi miseria. O aquél salón lleno de adolescentes idiotas, que gritan y se tiran bolitas de papel, mientras una anciana impotente intenta mantenerlos en orden. También puede ser un corredor de hospital, blanco y vacío, en donde sólo se escuchan los pasos de un médico que se aleja silencioso.
* * *
Existen otros sitios cuya fama es también terrible, aunque menos dolorosa, para quien tiene el ocio de acordarse de ellos.
Hace algunos años, cuando era pequeño, cayó en mis manos un libro sobre el Triángulo de las Bermudas. Recuerdo la forma en la cual devoré aquél librito y quedé encantado con las historias acerca de la desaparición del Cyclops y la forma misteriosa en que una flotilla de aviones se esfumó en pleno vuelo. Me imaginaba que un buen día iba a ir por la calle y quizá oiría la voz de otro niño, perdido en el espacio inefable entre dos universos paralelos, mientras me decía que no encontraba el camino para volver a casa y lloraba pidiendo que alguien lo ayudase. En esa época Jaime Maussan y Nino Canún acaparaban la atención en la tele y no era raro escucharlos hablar de otro sitio siniestro, el equivalente mexicano (no nos podíamos quedar atrás) del nefando triángulo: la zona del silencio, en el desierto de Sonora. Más recientemente, la casa de Cañitas ocupó el lugar que antes dominaban triángulo y desierto. Ambos experimentaron la veracidad de aquella sentencia que dice “con la vara que midas, serás medido”; desaparecieron, sin dejar rastro, devorados por otro vórtice inmisericorde: el silencioso olvido del teleauditorio.
* * *
Menos popular para nosotros, pero en la misma onda de los lugares de negra fama, Tunguska también se presta para historias fantásticas. En un librito titulado Los nuevos descubrimientos psíquicos de los rusos, se describe el aspecto anómalo de esta región, ubicada al noreste de Siberia, en donde los autores (un par de gringos que se fueron a meter a Rusia de chismosos) especulan que una explosión nuclear devastó la zona ¡en 1908! Según algunas versiones, una nave extraterrestre sería la responsable del semejante siniestro.
* * *
La historia de Tunguska hace ineludible la referencia a Lovecraft. Entre las historias que componen su vasta colección de horrores, el paraje ominoso descrito en El color que cayó del cielo, guarda una semejanza asombrosa con el paisaje ruso del pretendido accidente extraterrestre. Árboles secos y tierras estériles, que lo mismo son capaces de aterrar a una comunidad puritana de Nueva Inglaterra, que de echar a volar la imaginación de un par de periodistas en busca del hilo negro, al otro lado del mundo (bueno, no exactamente).
* * *
Recuerdo, por último, una película llamada La Aldea. Ahí, los habitantes (también puritanos gringos, como en El color que cayó…) crean un territorio poblado de horrores, para preservar la inocencia jacobina de su comunidad idílica. En alguna parte de la historia, la ficción engendrada por los fundadores de la aldea cobra dimensiones demasiado reales, al menos para la protagonista, que no obstante consigue (¡que raro!) salir airosa.
Yo quisiera poder hacer eso y vencer al monstruo que merodea el recuerdo de aquel parque infausto.