A pesar de tantos estigmas sociales que intentan disuadir de su ejercicio , mentir es una práctica que como el sexo, resiste a las injurias y difamaciones (o sea el ejercicio de sí sobre sí) más descabelladas. Existen muchísimas teorías respecto a por qué es que mentimos, cada una niega o ignora a las teorías restantes; semejante diversidad de argumentos y opiniones aportan una bibliografía copiosa y obscurecen la comprensión del tema. No obstante la abundancia de ideas acerca de ella, la mentira todavía está a la espera de que se le haga justicia. Como todos los parias. Y es probable que ambos permanezcan así por un buen rato. La mentira no sólo goza de un prestigio negro, sino que desprestigia al que la ejerce. Aún así, todo indica que se las ha arreglado bastante bien por varios millones de años. ¡No mentirás!, nos ordenan y pese a ello, a nosotros nos vale madres y vamos perfeccionando, poco a poquito, nuestra habilidad para mentir. Se puede pensar que el lugar que ocupa la mentira en nuestra recta numérica moral, lo tiene bien ganado. Las mentiras que más recordamos y citamos, lo son por el daño provocado. ¿Cuántas personas no recuerdan de inmediato la mentira del ser amado, aquella que nos ocultaba el que ya no éramos el uno para el otro? ¿Cómo olvidar las mentiras sistemáticas de los de arriba, desde Pepito Stanlin, hasta Mr. Danger, pasando por el majaretas del Führer? Miente Sinón y como consecuencia de su mentira (táctica) cae Ilión ante los griegos. Son mentiras trágicas y por ello son recordadas, mentiras que duelen o que llevan el desastre consigo, porque definitivamente el dolor y la tragedia dejan huella. Pero no siempre existe algo perverso detrás de cada mentira. De hecho, más allá de las razones utilitarias y descaradamente egoístas que revela su ejercicio, en un buen número de casos se miente movido por sentimientos generosos o “inocentes” (pseudoaltruistas, dirían los agudos sociobiólogos). Mentimos por complacer al otro, para endulzarle los oídos, para arrancarle una sonrisa; porque sabemos que de algún modo, a veces nos gusta que se nos mienta: “…miénteme más, que me hace tu maldad feliz.” También por conveniencia, claro, pero aún así, esta conveniencia habla más de la necesidad de afecto que de manipulación o hijoputería. Mentimos para proteger a los niños o a los que no creemos preparados para manejar la verdad, esas son las llamadas mentiras blancas: “Abuelita ya se durmió”, le dice la sollozante madre al pequeño. Mentimos para seducir al Otro, para enamorarlo como canta Lupita D´Alessio: “Tú me enamoraste a base de mentiras”. Mentimos desde niños, para protegernos de una realidad demasiado dura de encarar, o al menos eso dicen algunos terapeutas infantiles. Mentimos por muchas razones, pero sobre todo, mentimos porque nuestro cerebro está diseñado para ello: Tenemos un cerebro que sirve para engañar y detectar el engaño. “Se que mientes al hablar”. Hace millones de años, algunos organismos inventaron la cooperación y la vida social. Tiempo después, surgieron dentro de estas nobles comunidades algunos aprovechados que intentaron sacar ventaja de los beneficios de la sociabilidad sin reciprocar. A partir de entonces, la vida transcurrió como un juego de ajedrez entre los que intentan engañar y los que tratan de evitar ser engañados. El ejercicio del engaño y de su detección se fue haciendo más demandante, lo cual hizo que los mecanismos que le prestan soporte se hiciesen también más finos. Según algunos, nuestro cerebro es el resultado de esta batalla: una maquinita extremadamente sofisticada construida por la Ingeniera Mentirita. El desarrollo de estos artefactos en nuestro caso, nos dotó de nuevas capacidades: desarrollamos una cultura igual de sofisticada con todas sus consecuencias, entre ellas el arte. Dentro de las múltiples injusticias que pesan sobre la mentira está su exclusión de las bellas artes. ¡Ah, sí! Mentir también es un arte, tiene su lado estético: “mientes hermosamente” me decía Ella, cuando recibía un piropo o era presa de su escepticismo. Mienten los jazzeros, con sus célebres notas fantasmas. Mintieron los impresionistas, con sus cuadros difusos que engañan a la vista. Los que se presumen conocedores, son capaces de identificar estas mentiras y de disfrutarlas. Y es que detectar las mentiras da prestigio, nos hace ver inteligentes. El problema es que también genera un escepticismo vicioso, que nos hace sentir inteligentes cuando a veces distamos mucho de serlo. Lo sé por experiencia.